Movimientos entre y con otros
- Arte, Mapas y Gestión Rural
- 12 jun 2020
- 6 Min. de lectura
Lina Paola Henao Gómez
Puente Nacional, un territorio a orillas del río Suárez. Pensarlo y describirlo es casi tan amplio como intentar dibujar la genealogía de sus habitantes, registrar las capas de tierra que lo componen, contar los alimentos que han nacido de su tierra. Marcas de tiempos más extensos que el nuestro, apenas visibles. Nos situamos en el presente intentando nombrar en segundos lo que ha tomado siglos en formarse: la silueta de su río, el sustrato de sus piedras, las calles, un mito, el refrán de los abuelos, la historia detrás de una fotografía, una anda ...
Como muchos de los territorios que constituyen nuestro país, Puente Nacional vive la lucha constante de defender los recursos con que nació su suelo, de germinar una semilla de cuidado y afecto en los protagonistas venideros, y así sobrevivir a un sistema que parece a punto de devorarlo todo.
Rodeados de fuerzas externas como son los intereses privados sobre sus recursos, la migración constante del campo a la ciudad, proyectos que alteran sus sistemas hídricos, etc.; llegamos a Puente Nacional a través de sus habitantes, escuchando las experiencias cotidianas, narrando en torno a mandarinas y arepas carisecas, recorriendo su geografía de la mano de quienes viven y construyen continuamente a Puente. Su contexto es una preocupación latente por perder y olvidar lo que para ellos es vital.
Esto se antepone a las visiones de quienes ordenan en las normas el territorio, sistemas aislados que parecen percibir de forma homogénea lo que han denominado “campo” / “ciudad”, desconociendo en muchos casos dinámicas y prácticas singulares de cada territorio, haciendo difícil situarse desde lo micro. Así nos encontrarnos muchas veces ante instrumentos que hablan desde generalidades que lejos de acoger, desplazan; por lo cual es comprensible que se cree una fractura, perdiendo el diálogo.
Quienes habitan los territorios, quienes lo experimentan y componen, atravesados por la experiencia de generaciones que reconocen la singularidad de su territorio, se preguntan por nuevas formas de articular lo macro (estatal) con lo micro de su habitar. Tomando lugar y parte fundamental de este ordenamiento esferas como la escuela, frente a la educación ambiental de los niños y jóvenes del municipio; los espacios culturales que albergan la memoria histórica recogida a través de los años y narrada en las voces de los líderes de su comunidad; la plaza de mercado con sus trayectos, transformaciones, sensaciones, sabores; las voces de sus campesinos que se preguntan por el futuro de la guayaba nativa, de pomarrosas que ya no nacen, de yucas y naranjas que abundan; los campos que alimentan la región y que son parte de nuestro origen; entre otros.
Como estos existen un sin número de ejemplos de lo que conforma su territorio, poniendo en discusión lo que se construye a lo lejos, así los esquemas de ordenamiento territorial que en la práctica buscan encaminar el proceso de ocupación y transformación de este, no parecen acoger de manera participativa a los protagonistas y con esto las posibles acciones en el porvenir.
Es necesario preguntarse en este panorama cómo construir desde la participación, cómo atravesar las diversas escalas que inciden en nuestros espacios, cómo crear puentes entre lo micro y lo macro; por tanto construir una metodología participativa significa pasar del estadio de la participación pasiva a activa, pensando el paso a paso que llevará a una comunidad en dirección a la transformación de su entorno. La participación puede devolver a los protagonistas el poder de nombrar, crear y construir desde sus experiencias; no obstante este ejercicio va más allá de espacios físicos que nos reúnan, del desglose lejano de problemáticas, de un “taller” que vincula al habitante como un agente más que debe ser “capacitado”, o de exponer información desde la academia e institución a los habitantes vistos como “asistentes”.
La palabra participación, aparece como una pieza que usamos indiscriminadamente en proyectos que buscan articularse con las dinámicas de la comunidad, una pieza de engranaje que necesitamos desesperadamente movilizar. Esta premura nos lleva muchas veces a generar desconexión entre instituciones y protagonistas, haciendo notorio las brechas, silenciando las voces y adormeciendo en muchos casos las voluntades. Para dar marcha a la participación activa es necesario abrir espacios que propendan la toma de la voz, potenciando a su vez la escucha como herramienta de trabajo y afecto.
Hablar desde nuestra experiencia, desde nuestros conocimientos, desde nuestros deseos es aparecer ante otros, tomando cuerpo en estos escenarios, haciendo relevante la pluralidad que compone territorios y comunidades. La escucha atenta de estas voces potencia acciones, enlaza experiencias, y activa una memoria colectiva muchas veces desligada de los instrumentos de ordenamiento. Nada distinto a lo que hacemos cuando entablamos conversaciones alrededor de un alimento, cuando revisitamos lugares y narramos nuestras memorias, cuando nace el juego entre niños o adultos que acaban de conocerse, etc. Revelando la participación como algo natural, instalado en nuestras acciones cotidianas, de esta manera la institucionalidad distante aún puede ser permeada de las prácticas más simples, sencillas y habituales, dando voz a otros lugares. Participar debe implicar la conformación de la experiencia de comunidad: sabernos entre otros y con otros.
Sin embargo no podemos desconocer nuestro papel foráneo como Institución que nos empuja adentro y afuera de la comunidad, una figura de corta duración en el territorio que hace de nuestras acciones apenas gestos evocadores. Hasta qué punto una acción se vuelve potencia de ser lugar que gesta, cómo asegurar la vida de un movimiento que preceda la transformación en el territorio. Para que esto suceda parece vital que nuestras relaciones fragüen en el tiempo para seguir construyendo, que las voluntades se conjuguen, anudando el territorio a la comunidad a través de sus deseos.
Sobre la construcción simbólica desde el arte en la comunidad de Puente Nacional, me pregunto qué papel juega el arte al interior de la transformación y ordenamiento del territorio, qué de sus lenguajes y prácticas se ponen en juego con la cotidianidad, como este puede dialogar con la comunidad y finalmente cómo se anuda la práctica artística con los procesos sociales, cuando estos han sido un quehacer fundamentalmente de las ciencias humanas.
Pablo Helguera introduce la práctica social como lugar donde el arte puede residir y en donde muchos artistas han elaborado sus propuestas creativas, sin embargo ninguno de nuestros procesos en el territorio tuvieron intención de hacer o ser arte, no obstante la condición de desplazamiento, de pensarnos fuera de nuestros ejes en un lugar de incertidumbre puede conectarse con lo que él señala, “La práctica social es un tipo de hacer arte que reúne los elementos y condiciones, los temas y problemas que normalmente pertenecen a otras disciplinas, pero que son desplazados temporalmente a un espacio de ambigüedad. Este desplazamiento temporal al territorio del arte es lo que puede aportar nuevas perspectivas sobre un problema o condición particular, y a su vez hacerlo visible a otras disciplinas.”
Emplazarnos en un terreno que ha sido pensado y descrito por otros nos permite convocar nuevas sensibilidades, no obstante desde el arte al igual que en otras disciplinas podemos relacionarnos con la comunidad desde acciones que desembocan en prácticas muy lejanas a la participación, como pueden ser extraer de la comunidad sus imágenes, prácticas, narraciones para elaborar la propia obra, o acercarse a la comunidad desde una noción de autoridad que supone que se necesita acompañar a los habitantes para pensar sus procesos creativos. Es frente a estos peligros que nos detenemos para dar un giro a lo que han sido los procesos con comunidades, transitando hacia el papel de mediadores en la construcción simbólica de Puente Nacional.
Lo simbólico tiene relación directa con la experiencia (un proceso tanto mental como corporal, una vivencia en un tiempo-espacio concreto pasado por los sentidos) que va más allá de lo conocido a través de la razón. Es un aparecer que convoca, un llamado a la apertura. Todo lo que expresamos por medio de símbolos y que constituyen nuestra construcción de la realidad, ordena nuestro territorio a la vez que nos identifica y reafirma en él, teniendo la potencia de emerger de circunstancias diversas, de movimientos producidos en nosotros mismos y nuestros entornos. Lo simbólico como una lectura del mundo, es una forma singular que nace en cada uno, pero sobre todo un trabajo siempre inacabado, a la espera de las improntas venideras, de los cambios, de los giros, de las huellas de pasados que según nuestro presente se diluyen o se recalcan más en la tierra. No hay una forma correcta, ni un lugar al que llegar, no se trata de un producto si no de un proceso. Algo siempre está comenzando, moviéndose, nuestro mayor trabajo es nombrarlo.
Entre todo lo que se mueve: las voluntades de la comunidad, las fuerzas que rodean el territorio, las transformaciones naturales y sociales, así como las resistencias que se levantan desde los habitantes, nos situamos como testigos del temblor (un movimiento corporal que lleva a crear, reinventar y transformar), sentándonos a conversar, compartir y actuar desde nuestros espacios a veces tan distantes. Ordenar el territorio desde los sueños parece ser el acto más rebelde así como el más importante, los protagonistas venideros serán dueños de lo que se pensó como futuro, para desde sus voces seguir narrando y construyendo nuevos lugares, quizás con nuevos lentes, con nuevas fuerzas y con otros movimientos pero con la certeza de construir juntos.

Bibliografía:
Helguera, Pablo. (2011). Pedagogía para la práctica social: notas de materiales y técnicas para el arte social. ERRATA #4.
Arendt,Hanna. (2009). “La condición humana”.- 1ed - 5ed reimp, Buenos Aires, Paidós.
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